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Reflexiones post-COVID tras la enseñanza online

Cuando despedí a mis alumnos el 13 de marzo no imaginaba que la próxima vez que les vería sería con una pantalla entre nosotros. Pero, a diferencia de lo que pasa en las clases presenciales, esa pantalla no ha sido la misma para todos.

 

Cuando despedí a mis alumnos el 13 de marzo no imaginaba que la próxima vez que les vería sería con una pantalla entre nosotros. Pero, a diferencia de lo que pasa en las clases presenciales, esa pantalla no ha sido la misma para todos. Y esa falta de equidad se ha hecho patente no solo en las pantallas, sino en muchos otros aspectos. La llamada brecha digital ha puesto de manifiesto también otro tipo de desigualdades y de necesidades.

En nuestro caso, en la Escuela Oficial de Idiomas de Ponferrada, con alumnos de todas las edades (en su mayoría adultos) y en una ciudad de más de 60.000 habitantes situada en un amplio valle y rodeada de montañas, la brecha digital se ha producido en dos sentidos:

En primer lugar, por falta de cobertura y no tanto por falta de medios: Los alumnos sí disponían de dispositivos electrónicos, pero en localidades situadas muy cerca de la capital (a 4/8 km) ya no llegaba bien la señal, por lo que las conexiones eran muy deficitarias. En hogares bien dotados, donde se contaba con más dispositivos que usuarios, una simple descarga de un audio de 50 segundos podia tardar casi media hora en completarse. Además, el hecho de que varios miembros de una familia estuvieran conectados a la vez perjudicaba a menudo la calidad de la conexión (retrasos, interrupciones, distorsiones, cortes…). Para mejorarla, algunos alumnos eliminaban la cámara pues la imagen ocupa mucho ancho de banda, pero eso traía consigo otro tipo de dificultades añadidas a la mala comunicación: la ausencia de imagen impide ver al interlocutor, con la pérdida de información añadida que conlleva.

En segundo lugar, la brecha digital se ha producido también por no saber utilizar de manera adecuada los medios con los que se contaba para su uso interactivo. Aunque la práctica totalidad del alumnado tenía un ordenador/smartphone/tablet, muy pocos sabían realizar una videollamada o adjuntar un texto a un correo electrónico. Los nativos digitales no lo son en realidad tanto, y los adultos que sí utilizan herramientas digitales se sirven sólo de aquellas funciones que necesitan habitualmente. Si a esto añadimos la variedad de dispositivos  y sus particularidades  encontramos que a veces el alumno perdía el hilo de la clase porque la profesora olvidaba que no todos estaban viendo lo mismo o tenían acceso simultáneo a la misma información, o podían realizar las acciones que se le encomendaban... lo que no sucede en la enseñanza presencial.

Si a estas dificultades tecnológicas se le añaden otro tipo de cuestiones las diferencias a la hora del aprendizaje virtual aumentan:

En general, los adultos de más edad son los que se sienten menos seguros a la hora de utilizar las herramientas tecnológicas.  Algunos se encontraban solos en sus hogares en el periodo de confinamiento, por lo que sus primeras conexiones se pilotaron con un tutorial telefónico anterior a la conexión real con la clase. Otros compartían el espacio con sus familias, lo que favorecía el manejo de la herramienta, pues si había dudas recurrían a algún conviviente, pero añadía problemas de privacidad (la herramienta no era suya y temían estropearla tocando donde no debían)  y de ambiente poco propicio para una clase  (elementos distractores como el televisor, o el ruido ambiente). Además, cada herramienta tiene su particularidad, lo que aumenta la inseguridad del alumno, porque las instrucciones dadas pueden no corresponderse con lo que ellos ven: los que se conectaban con smartphone no visionaban la pantalla de la misma manera que los que lo hacian por ordenador, y  algunas tablets tenían funciones limitadas que no permitían a los alumnos participar en actividades on line o realizar determinadas tareas (ejercicios de desplazar una casilla y colocarla en el buen lugar, por ejemplo).

Según mi experiencia, los alumnos de niveles más bajos (A1-A2 del MCER) son los que necesitan más las clases presenciales: con una pantalla de por medio se pierden muchos elementos suprasegmentales del discurso que, aun siendo siempre importantes, a estos niveles resultan casi indispensables para ayudar a comprender los mensajes. Y es que hay gestos, miradas, muecas, que, por conocidos y consensuados, dicen más que muchas palabras, sobre todo si éstas se reciben con mala calidad, distorsionadas o entrecortadas por problemas técnicos.

Las clases, sean virtuales o presenciales, no son sólo lugares donde se aprende una asignatura. Son espacios de intercambio y de vida, en los que se comparten sentimientos y experiencias, tristezas y alegrías. A lo largo de este periodo de confinamiento nuestra aula se ha convertido para muchos alumnos en un salvavidas, una consulta psicológica, un punto de encuentro. Era inevitable que, por ejemplo, trabajando los registros de lengua alguien se emocionara al hacer alusión a los viejos términos utilizados por un familiar recientemente fallecido, o que al solicitar ejemplos para describir en imperfecto una situación pasada  aparecieran estructuras que hacían referencia a su cotidianidad perdida (« avant le covid on allait à l’école, quand je pouvais sortir je prenais un café avec mes amis, les mois derniers  mes enfants me rendaient visite tous les week-ends »). Esos pequeños detalles servían de desahogo al alumno, le hacían sentirse acompañado y comprendido y reforzaban los lazos de pertenencia a una comunidad: la educativa, que formamos entre todos y en la que todos somos indispensables.

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